Una de las iniciativas emprendedoras más notables de cuantas se recuerdan en Galaroza es la fábrica de conservas La Chilacoa, una industria que Manuel Antonio González González puso en marcha a partir de 1960 y que hunde sus raíces en anteriores aventuras de sus antepasados. Su trascendencia y su reivindicación de la gloria de las huertas serranas han sido estudiadas por la Asociación Cultural Lieva quien, con la colaboración de la Fundación Unicaja, está dando a conocer y poniendo en valor el emprendimiento histórico en la sierra onubense.
Para hablar de La Chilacoa y sus instalaciones, hay que remontarse a Ismael González Romero, nacido en 1871, hijo de Pedro González de Tovar y de María de la O Romero González. Fue alcalde de Galaroza y diputado provincial en Huelva y se distinguió por ayudar a las personas desfavorecidas del pueblo. Una de sus iniciativas aún recordadas fue el regalo de canastillas para los recién nacidos. En 1903 construyó una bodega de vinos en la zona del Cenagal, adosada a otra fábrica de anisados, aguardientes y gaseosas, situadas a la salida del pueblo. Trajo un maestro bodeguero de Jerez de la Frontera, así como botas y bocoyes de roble y mantuvo la explotación durante varios años.
El edificio, junto a las instalaciones industriales, fue vendido a su primo, José Luis González Muñiz alrededor de 1920, quien le puso el nombre de Bodega de la Purísima Concepción, colocando grandes letras y un mosaico con esta advocación en la fachada lateral, que daba a la carretera. En 1938, a requerimiento de la nueva autoridad en materia de industria, declaraba una capacidad de producción de 35.000 litros de aguardientes clase Triple 20º y Corriente 17º, vinos y gaseosas, aunque en 1937 se habían dado tan sólo 4.996 litros, según el Archivo Histórico Provincial de Huelva. Tenía un alambique antiguo, un seguro de 20.000 pesetas, un encargado y un obrero.
En una declaración complementaria de 1941, indica que emplea a dos hombres y a dos mujeres, y que el año anterior fabricaron 4.688 botellas de 80 centilitros y 4.305 de 40 cl., no haciendo más por escasez de materias primas, sobre todo de azúcar, de la que en años normales gasta 120 kilos al mes.
Juan de Rivera González de Tovar, nacido en 1799 y bisabuelo de Manuel Antonio, fue el que dio nombre a la estirpe, y el que originó uno de los caldos más afamados de las bodegas, llamado La Rivera, aguardiente seco que fue vendido a toda la comarca y fuera de ella con gran éxito. También dio nombre a un vino que tenía su propia canción publicitaria que decía: “No vengas más a mi vera/ oliendo a licores finos,/ si quieres que yo te quiera/ no has de oler más que a vino, /y que sea vino Rivera”.
Se creó una sociedad en 1941 para impulsar el negocio, pero cerró definitivamente a los pocos años. Manuel Antonio González González, nieto del anterior propietario, ya había tenido algunas experiencias en la venta de vinos y mostos, pero decidió dar un giro al negocio y montar una fábrica de conservas vegetales. Los trabajos se iniciaron en torno a 1958 y, tras una primera propuesta que fue denegada, se formalizo la documentación en 1960, con la presentación ante las autoridades competentes en materia de industria de la solicitud y del proyecto.
La denominación de Chilacoa fue curiosa, ya que, según algunos testimonios, ante la falta de acuerdo para ponerle un nombre adecuado, a Luis Fernández González, apodado cariñosamente El Chavalillo y encargado de la fábrica, se le ocurrió que se abriera un diccionario y se escogiese la tercera palabra de la página izquierda, resultando ser chilacoa, un pájaro latinoamericano de variado colorido.En el Archivo Histórico Provincial de Huelva existe un expediente dirigido a la legalización de las instalaciones que se instó en 1960, publicándose el anuncio concretamente en el BOE del 25 de febrero de 1960. Obtuvo las preceptivas autorizaciones, entre ellas la del Sindicato Nacional de Frutos y Productos Hortícolas, que aunque en 1959 la había rechazado por carecer de “interés técnico-económico” y por la “pequeñez de medios a emplear”, un año después la acepta por ser “una industria destinada a cubrir necesidades de mejor aprovechamiento de los frutos que se producen en una zona en que no existen industrias de este tipo”.
En la autorización de la Hermandad Sindical de Labradores y Ganaderos de Galaroza, su dirigente, Rodolfo Domínguez, afirma que Galaroza es el pueblo “de mayor producción y centro geográfico de la comarca frutera”. El alcalde, Manuel Barrio, estimaba que su instalación es “de imperiosa y urgente necesidad en esta población toda vez que cantidades de frutas salen anualmente para fábricas análogos enclavadas en Murcia y Valencia”.
El proceso industrial consistía en la selección, pelado, elaboración, envasado y esterilización de frutas, para su envasado y comercialización. En principio, se contaba con los melocotones y manzanas o peros de la zona, principalmente Galaroza, Fuenteheridos y La Nava, aunque desde un primer momento se tuvo que recurrir a productos comprados fuera de la comarca serrana, sobre todo, cuando se procedió a fabricar conservas de otras especies vegetales.
La memoria para la legalización de la industria aporta datos de gran relevancia, al indicar la riqueza frutal de la zona serrana, que se consumía en fresco y se trasladaba a lugares como Murcia, pero “por la condición perecedera del fruto y la imposibilidad de escalonar su recolección en todas las campañas se produce un momento crítico en que, debido a la aglomeración de frutos, los precios se envilecen”. Esta bajada de precios daba como consecuencia unas pérdidas anuales estimadas en un 20% de la producción total.
Otro dato fundamental indica que la producción anual en 1960 de melocotón en la zona estaba entre el millón y los dos millones de kilos anuales, pero que por el proyecto gubernamental de construir un pantano en el río Múrtiga, a diez kilómetros de Galaroza, se preveía triplicar la producción. Las cifras son refrendadas por Juan Pérez, director de la Estación Agrícola cachonera, en su autorización, al hablar de “más de millón y medio de kilos de melocotones”, y de que la zona productora de Galaroza es “superior a las limítrofes”.
La céntrica ubicación de Galaroza, el suministro garantizado, las condiciones climáticas, la abundancia de agua y de suministro eléctrico, eran otros motivos adicionales que aconsejaban la inversión. La fábrica se instaló en la Avenida de Ismael González, donde estaba la bodega de sus antepasados, y contaba con almacenes para recepción de fruto, envases y materias primas secundarias y productos elaborados, cobertizo para almacenaje de combustibles, nave de elaboración provista de máquinas, partidoras, deshuesadoras y bancos de selección y envasados, calderas para el pelado de fruto y esterilización, y sección de fabricación de mermeladas y almíbar.
La documentación resulta de gran interés, ya que informa de detalles de la fábrica. Por ejemplo, se dice que tenía una capacidad diaria para elaborar 7.000 kilos de tomate, y de 5.000 kilos de melocotón, si aumentaba personal; en el censo estadístico de 1963 se añaden 5.000 kilos de pimientos y 10.000 botes de mermelada de manzana. En sus primeros momentos daba empleo a un administrativo, un aprendiz y 42 obreros, de los que 40 eran mujeres. El técnico cobraba 5.000 pesetas mensuales brutos, y mientras que las nóminas de las obreras importaban a la empresa 3.600 semanales brutas.
Se valoraba la maquinaria y los utensilios en 255.500 pesetas, en 30.000 los complementos y montajes, en 475.000 los terrenos y edificios y en 439.500 el capital circulante. Un total de 1.200.000 pesetas que la configuraban como una empresa con músculo para la época.
Otros detalles técnicos también apuntan a una iniciativa de relevancia. Tenía contratada una potencia de 8.25 HP, y 125 watios de alumbrado. Los datos de explotación reflejaban un consumo de energía anual de 720 kw, con un alumbrado de 108 kw, y un motor de fueoil alimentado por 50.000 kilos de leña. La instalación eléctrica importó un total de 14.197 pesetas, según presupuesto firmado por Juan Talero, director de la empresa Santa Teresa de Electricidad, S.A.
Posteriormente, en 1968 se formó una sociedad, de nombre Conservas Chilacoa, S.L., y Manuel Antonio dio entrada formal en el accionariado a su amigo Enrique Carvajal y a sus primos Gaspar Foncueva, Emeterio Rey y Manuel Guerra Librero.
Durante la vida de La Chilacoa fueron muchos los cachoneros que trabajaron en sus instalaciones. Sobre todo las mujeres del pueblo encontraron en esta fábrica una posibilidad de empleo que ayudó a sobrellevar las duras condiciones de la vida rural, siendo pioneros en impulsar el empleo femenino. Multitud de anécdotas salpican la historia de esta aventura empresarial. Desde las más desagradables, como accidentes laborales con quemaduras en las calderas que calentaban el agua, hasta las recordadas fiestas que se hacían en determinados momentos de la campaña.
Pero los problemas acabarían llegando, con la bajada en la producción hortofrutícola de la zona, debido a plagas y escasa inversión, la puesta en regadío de amplios territorios como el Plan Badajoz y la escasa competitividad de los productores de fruta serrana. En 1985 se produjo la baja definitiva de la empresa ante las autoridades. En aquel expediente se consigna que los terrenos ocupaban 5.828 metros cuadrados, 750 de ellos cubiertos; que se producían entonces 700.000 kilos de tomates y 300.000 de melocotones; que se empleaba a un directivo, un administrativo y 15 obreros. Las instalaciones que quedaban eran, entre otras, cerradoras, partidoras, clasificadoras y lavadoras de frutas, montacargas o un horno para torrar pimientos. Las valoraciones habían bajado drásticamente según un informe de 1968, habiendo 100.000 pesetas en terrenos y solares, 400.000 en edificios industriales y 215.000 en maquinaria.
En 1988 se vendieron los inmuebles para una construcción de viviendas, para lo cual se derribaron todas las instalaciones que permanecían en pie. Entre ellas, se perdió la gran reja de entrada a la fábrica. Este estudio realizado sobre La Chilacoa pretende ser un homenaje a las huertas serranas y a las personas que las trabajaron, tanto a los que cuidaron el campo y sus frutos como a los que arriesgaron su capital, ofreciendo empleo y riqueza a la zona.